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El concepto de igualdad y los derechos humanos. Un enfoque de género (2)

La noción de igualdad en la teoría de los derechos humanos


El concepto de igualdad es indiscernible de los derechos humanos. Es el principio que les da sustancia y razón de ser. La piedra angular es precisamente la idea de igualdad, de cuño moderno. Los derechos humanos son producto del pensamiento ilustrado y por lo tanto del primado de la razón. En las sociedades tradicionales hay un orden jerárquico que se hace derivar de la naturaleza (las cosas son como son y no hay manera de cambiarlas), del destino (así ha sido y así será siempre) o de mandatos divinos (es la voluntad de dios). Todo tiene un lugar en un orden social y político que se considera externo a cada persona; los privilegios de unos cuantos y la correlativa subordinación de otros se originan en el nacimiento y son inmutables.


El orden tradicional es estático y se pretende inmodificable. Las jerarquías y cualquier forma de organización asimétrica se toma como algo inevitable. Y así, en ese transcurrir de evidencias, no hay dudas ni cuestionamientos. Todo tiene un lugar específico y por lo tanto inamovible. Con el advenimiento de la modernidad, emergen nuevas mentalidades en franca oposición con las tradicionales. En el siglo XVIII –justamente llamado el siglo de las luces- aparecen nuevos valores que configuran un orden social y político totalmente diferente. En el centro del proyecto ilustrado está la primacía de la razón, con diversas consecuencias en los ámbitos filosófico, jurídico y político.

¿Qué significa la afirmación de que los seres humanos están dotados de razón? Para empezar, si todos tienen ese atributo –principio de universalidad- significa que por lo menos en eso son iguales. Se trata de una cualidad en común que resulta fundamental en la conformación del nuevo orden. Así, la racionalidad viene a sustituir, en el imaginario social, las jerarquías derivadas de rangos aristocráticos, posiciones políticas o de gobierno, apellidos de alcurnia y cualquier otra, antes incuestionables.

La mentalidad moderna, cifrada en el ejercicio de la razón como instrumento liberador –la valentía de usar la propia inteligencia- es por definición progresista e igualitaria. Ahora todo se cuestiona, todo es susceptible de opinión, crítica y desde luego transformación. Si en las sociedades tradicionales se hablaba de las obligaciones de los súbditos –entre las que destaca la lealtad a la corona, es decir, al rey como persona y a la monarquía como institución- en las modernas se enfatizan los derechos de los ciudadanos, universales e indivisibles. Ambos aspectos están estrechamente ligados a la noción de igualdad. La universalidad deriva de la propia condición humana: toda persona, por el solo hecho de serlo, posee una serie de prerrogativas fundamentales. La indivisibilidad implica que todas esas prerrogativas son necesarias para una vida digna y que por lo tanto no es válido señalar jerarquías ni plazos. Para decirlo coloquialmente, universalidad e indivisibilidad significan que todas las personas deben disfrutar todos los derechos.

Para dar eficacia a la nueva noción de individuo (racional, autónomo, libre) y hacer posible el uso real de las prerrogativas que le confiere su nueva condición, se construyen el Estado y el Derecho modernos, es decir, las instituciones y la correspondiente regulación jurídica. El modelo del contrato social constituye una propuesta teórica -solución hipotética- para justificar el tránsito del estado natural al estado civil. El contrato es racional por definición. Los principales contractualistas, Thomas Hobbes, John Locke y Juan Jacobo Rousseau, coinciden en que el pacto social se celebra entre personas racionales, libres e iguales, y que genera un estado civil que se sitúa por encima de cada individuo. En aras de la armonía y la seguridad, los individuos deciden unirse para tener colectivamente el derecho que cada uno tenía sobre todas las cosas.

Con el contrato social se preserva el rasgo definitorio de lo humano (la racionalidad) y se generan vínculos de solidaridad. En este proceso es fundamental la voluntad; el acto mismo de suscribir un contrato –aunque la firma sea imaginaria- implica necesariamente que existe consentimiento. El contrato social congrega entonces múltiples voluntades que se expresan como actos racionales. La voluntad general emergente es superior a las voluntades individuales que le dieron origen.

El jurista italiano Eligio Resta (1995) afirma que la constitución misma del estado civil lleva consigo la renuncia –individual pero de todos- a la propia violencia: esa violencia originaria, indiscriminada, que hace imposible la vida en sociedad. Por ello hay que depositarla en una entidad abstracta –el Estado- que se coloca por encima de los individuos. Ya Rousseau había afirmado que si todos ceden todo es como si nadie cediera nada; todos ceden su libertad natural y ganan –todos- la libertad civil.

Al confiar en las instituciones se proscribe la venganza privada. Es el pacto de todos para interrumpir la violencia de todos. Se trata claramente de una abstracción, un artificio racional para establecer que por lo menos una vez existió consenso entre los hombres –las mujeres, como veremos enseguida, no participan de ese pacto- para que ese poder común controlara la violencia, ya no por azar sino por ley. El uso legítimo de la fuerza física se presenta como la respuesta racional a la venganza, a través de su neutralización y posterior incorporación. El derecho opone una violencia regulada, establecida, limitada; ofrece sustituir el azar por la regularidad, la esperanza por la certeza.

El Estado moderno se arroga, en exclusiva, la potestad de sancionar ciertas conductas y para ello crea espacios ad hoc, de índole judicial. La única violencia legítima es la que deriva del Estado y que se impone en forma de coerción; por eso ya no se le llama venganza sino justicia y se ejerce, presumiblemente, de conformidad con ciertas normas. Nadie es juez y parte. La fuerza no hace derecho. La legalidad es ese límite entre azar y regularidad, entre la esperanza y la certeza. Este proceso, que tiende a reducir la violencia lo más posible y ofrecer garantías de convivencia armónica y pacífica, es un aspecto medular del Estado moderno, garante de los derechos fundamentales.

En síntesis, para afianzar las relaciones de solidaridad, los hombres deciden –de una manera totalmente racional – suscribir un contrato social. Otorgan su voluntad, renuncian a esa violencia originaria, indiscriminada y amenazante que daría lugar a la venganza privada, construyen el Estado y el derecho modernos y, en suma, sientan las bases para una convivencia armónica, certera, ordenada. A todo este aparato conceptual subyace la noción de igualdad. El pacto sólo puede celebrarse entre iguales; las reglas de convivencia, la elaboración de un catálogo de conductas antisociales, la conformación de un aparato judicial, el funcionamiento de las nuevas instituciones son aspectos diversos del contrato entre iguales, ciudadanos racionales que ejercen su capacidad de decisión.

La idea de igualdad está siempre relacionada con la justicia. Se reconoce al otro como igual, es decir, merecedor del mismo trato que cada individuo considera merecer. Toda persona es igualmente digna que las otras y por lo tanto debe tener los mismos derechos frente al Estado. Aquí aparece una noción de justicia que corre en paralelo con el principio de igualdad.

Para considerar que un sistema es justo, es necesario que exista un reconocimiento –por lo menos en el plano formal- de que todas las personas gozan ciertas libertades básicas que son compatibles con un sistema de libertad para todos. Esto significa que cada individuo debe tener la posibilidad de ejercer esas libertades –la amplitud del espectro ha sido una tarea continua e interminable- sin que exista menoscabo, daño o impedimento. Paralelamente, ese ejercicio debe respetar las esferas de libertad de los otros individuos. Este planteamiento, que recoge claramente el principio de igualdad, se aprecia en la primera generación de derechos humanos, que son las garantías individuales de índole civil y política.

Al abordar las desigualdades sociales y económicas, el principio de igualdad se formula como condición y oportunidad. Esto quiere decir que todos los individuos deben estar en condiciones tales que efectivamente puedan tener acceso a las mismas oportunidades. Esta noción permea la definición de los derechos económicos y sociales, también llamados de segunda generación. El telón de fondo es la justicia social.

Una vez que hemos llegado a este punto, la pregunta es qué lugar ocupan las mujeres en esta construcción teórica. Diversos análisis han señalado la exclusión de las mujeres del pacto fundacional de la soberanía, derivada de las contradicciones e inconsecuencias de los contractualistas, que aplican un criterio moderno para analizar las relaciones sociales entre varones, a la vez que recurren a argumentos tradicionales para explicar las relaciones sociales (familiares, de pareja, comunitarias) donde intervienen las mujeres. Así, las tesis contractualistas tienen en común que definen a las mujeres como seres incapaces de decidir, sea porque ceden al marido el poder que tienen sobre los hijos (Hobbes), porque deben someterse a la fuerza masculina (Locke), o porque son seres presociales (Rousseau). No están incluidas en el pacto social porque, en pocas palabras, no se les reconoce racionalidad (Serret, 2002).

Las mujeres son humanas, pero no ostentan la categoría de sujetos autónomos porque se duda de su capacidad de discernimiento. El hombre encarna la razón; la mujer sigue asociada con una noción de naturaleza que la aleja del rasgo definitorio de la especie. Como veremos en el siguiente inciso, esta construcción identitaria se fortalece con la división de espacios sociales que se produce en la modernidad.

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